Viene de… 3# Blancanieves
La joven apenas pesaba más que un ligero fardo de ropa. El Cazador no había necesitado emplear demasiada fuerza para levantarla y cargarla sobre él, atravesada sobre el caballo, con los brazos y piernas inertes moviéndose al ritmo del cabalgar del animal.
Mientras viraba su trayectoria hacia el castillo, seguido por el resto de jinetes negros, se preguntó de dónde habría salido aquella joven tan bonita. Cada día recorría los senderos del bosque, amenazaba a sus habitantes y oteaba en busca de la belleza que pedía la Reina Negra y jamás la había visto.
Desvió la mirada hacia la figura de la chica: la sedosa melena negra meciéndose al ritmo del caballo, las delicadas y blancas manos, el cuerpo menudo y ligero y, sobre todo, esa aura que parecía desprender y que la convertía en un halo de luz en mitad de toda aquella oscuridad.
No solo era hermosa: contenía dentro de sí encanto y pureza, bondad y alegría, inocencia e ingenuidad. Era el ser más perfecto que el Cazador hubiera visto nunca y, en parte, lamentaba tener que entregársela a la Reina Negra, pues esta la destrozaría en sus fuertes prensas y calderos humeantes. Este pensamiento le sorprendió hasta el punto de que por poco fue derribado por la rama de un árbol que se puso en su camino y no vio hasta el último momento.
Al fin, el Cazador y sus jinetes llegaron al castillo de la Reina Negra, haciendo que los cascos de los caballos resonaran en el viejo puente de madera que cruzaba lo que antaño fue un río de aguas frescas y cristalinas y ahora tan solo era un camino embarrado de agua estancada y peces muertos. Los guardias, al ver que el Cazador volvía con botín, suspiraron con alivio.
Blancanieves despertó de forma abrupta al recibir en el rostro un chorro de agua helada. Boqueó como un pez y miró a su alrededor asustada, intentando recordar lo que había ocurrido. Entonces a sus pensamientos acudió la imagen de los tenebrosos jinetes negros avanzando hacia ella y el dolor que había sentido en la raíz del pelo al ser levantada de forma tan brusca en el aire y que le había hecho desmayarse.
La joven no estaba acostumbrada a sentir dolor: lo máximo que había sentido alguna vez era un accidental pinchazo con un alfiler cuando su madre confeccionaba ropa nueva para ella. El recuerdo de su madre inclinada mientras colocaba alfileres en las mangas de su blusa o el bajo de la falda hizo que se le encogiera el corazón.
Frente a ella vio a un joven cuyo rostro quedaba parcialmente oculto por una capucha negra. Su expresión, aunque mostraba dureza y autoridad, también dejaba entrever cierta lástima al mirar a la chica.
Hubiera sido un hombre muy agraciado de no ser por una enorme cicatriz que le cruzaba el rostro desde la sien derecha hasta el lóbulo izquierdo y que deformaba en parte su nariz y mejillas. De hecho, este rasgo era consecuencia del castigo que la Reina Negra le había infligido mucho tiempo atrás por ser demasiado hermoso.
—No me hagas daño —suplicó ella, aún tirada en un suelo de piedra negra, dura y fría, como todo a su alrededor.
—Cállate —respondió el Cazador entre dientes, desviando a duras penas la mirada de aquellos labios redondos y rojos, de esos ojos negros y brillantes, de esa piel blanca y suave —Ponte en pie —ordenó a continuación, girando sobre sus pies y dándole la espalda a la joven.
Estaban solos en una de las mazmorras del castillo en las que la Reina Negra mantenía a sus víctimas antes de absorber su belleza.
El Cazador había visto pasar por allí a muchas mujeres hermosas, a hombres atractivos, incluso había mantenido en las celdas a animales y flores de rasgos delicados y armoniosos. Sin embargo, jamás había visto a nadie con la luz que desprendía Blancanieves. Su fascinación era tal que comenzaba a dudar del amor que sentía por la Reina Negra. Quizá ese maldito espejo tenía razón y existía alguien más hermosa que ella.
Mientras el Cazador luchaba contra el instinto que le llamaba a rendirse ante la belleza de Blancanieves, esta se puso en pie mirando a su alrededor con desconfianza, sacudiendo de sus ropas las ramas secas y los restos de barro.
El ambiente era húmedo y oscuro y transmitía una hostilidad que hacía que, de forma inconsciente, la joven mantuviera los hombros caídos y la cabeza gacha. Aun así, conservaba parte de su gracia habitual y el Cazador fue testigo de ella cuando se giró de nuevo hacia la joven y la vio sacudir la cabeza para retirarse un mechón de cabello negro del rostro. Ese gesto estuvo a punto de subyugarlo. Todo su cuerpo le pedía estrechar a la joven entre sus brazos, besarla, acariciarla y poseerla una y mil veces allí mismo, sin descanso, hasta desfallecer de cansancio y satisfacción. Sin embargo, una vez más logró vencer a su instinto.
Avanzó hacia ella dando dos largas zancadas y, con una furia que en realidad sentía hacia sí mismo, agarró a Blancanieves por el brazo y tiró de ella hacia el exterior de la mazmorra.
La joven trataba de seguirlo a trompicones para no tropezar y caer y, a pesar de todo, sintió cierto alivio mientras atravesaban de aquella manera el patio de armas. El aire en el exterior, aunque frío y seco, no estaba viciado ni era tan pesado como el que había en el interior de la mazmorra.
Llegaron hasta una enorme puerta de madera labrada con delicadas filigranas que en tiempos mejores presentaba una exuberante vegetación y ahora solo tenía golpes y zonas en las que la decoración parecía haber sido arrancada.
Poco tiempo tuvo la joven para deleitarse con aquella decoración, pues la puerta se abrió con un agudo y desagradable chirrido.
Un golpe de calor y olor a hierbas de todo tipo les recibió y, cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Blancanieves se percató de que ni ese calor ni ese olor aromatizado procedían de un cálido hogar con chimenea. Su origen estaba en unas rejas de hierro que se abrían en la parte inferior de las paredes, como bocas de metal que se lamentaban o pedían ayuda.
Pero pronto algo desviaría su atención de aquellos detalles.
Sigue en… 5# Blancanieves