Viene de… 2# Blancanieves
El Cazador lideraba las temibles huestes que alteraban la tensa quietud del bosque con su frenético cabalgar. Con los dedos agarrotados en torno a las riendas de su montura, dirigía sus enrojecidos ojos hacia un lado y otro del sendero en busca de algo que llevar a la Reina Negra. La monarca estaba furiosa: hacía días que no recibía nada de lo que extraer la belleza y pureza que necesitaba para mantenerse hermosa y al parecer, incluso su espejo mágico le había insinuado que algo o alguien en el reino la superaba. Al escucharlo, había enloquecido.
—No regreses sin traerme lo que sea que haya ahí fuera —le había dicho al Cazador entre dientes, dejando que una ligera espuma blanca se escapara de sus labios y resbalara por su barbilla, una muestra de su rabia.
Después, se había encerrado en sus aposentos. El Cazador, aún de pie frente a la puerta, la escuchó gritar y sollozar al mismo tiempo mientras el espejo mágico se burlaba de ella a carcajadas. Apretó los puños enguantados: enamorado como estaba de la Reina Negra, no iba a permitir que sufriera de aquella manera. De haber sido por él, habría hecho añicos a ese maldito espejo de una patada.
Sin embargo, solo le quedaba obedecer e intentar procurarle el descanso y la felicidad a su reina lo antes posible. Por eso apretaba los dientes y buscaba sin descanso lo que estaba causando tanto dolor al objeto de su amor. Tras él, el resto de cazadores tan solo cumplía órdenes, silenciosos tras sus capuchas de raso negro. Apenas eran espectros que la Reina Negra había revivido con sus artes para que obedecieran y no tuvieran ningún tipo de voluntad ni sentimientos. El Cazador lo agradecía: todo era más fácil así.
Blancanieves estaba exhausta. Al haber pasado toda su vida en aquel sótano, su cuerpo no tenía la resistencia necesaria como para aguantar mucho tiempo corriendo y enseguida se dejó caer al suelo, jadeante y con un dolor punzante en el pecho. Apoyó las blancas y suaves manos sobre la hojarasca húmeda tratando de recuperar el aliento. No sabía de qué huía, pero una permanente sensación de peligro la acechaba desde que había dejado atrás su hogar.
Escuchó un ruido en el matorral seco que había ante ella. Dirigió la mirada hacia allí alertada y vio una ardilla raquítica de ojos saltones que la miraba con curiosidad. Su pelaje pardo estaba húmedo y presentaba calvas en algunas zonas. Sus dientes ganaban en prominencia ante la ausencia de carne y las pequeñas garras eran incluso amenazadoras.
—No tengo nada para darte de comer —susurró Blancanieves, olvidando por un momento sus propias circunstancias, pues tal era la bondad que albergaba su corazón.
La ardilla, inmune a la dulzura de la voz de la joven, emitió un agudo gruñido de disgusto y corrió hasta el tronco de un árbol por el que trepó con torpeza hasta desaparecer por un agujero de bordes carcomidos. Blancanieves frunció los rojos labios con resignación y decidió que tenía que esconderse. Todo a su alrededor parecía hostil. Todo era oscuro, estaba podrido o seco, crujía y chirriaba. Una fina pero persistente lluvia había empezado a caer y la tierra húmeda la hizo resbalar cuando logró ponerse en pie de nuevo.
No tenía ni idea de hacia dónde ir ni qué hacer. No quería volver a su casa, donde la esperaban los cadáveres de sus padres medio devorados por animales salvajes y en estado de putrefacción. Tampoco conocía a nadie, aunque a veces, desde el sótano, había escuchado a sus padres conversar con alguien en susurros. La sensación de desamparo fue tal que se llevó el puño cerrado al pecho, apretando con fuerza para ver si así calmaba la ansiedad que amenazaba con dejarla sin respiración.
Entonces, escuchó el inconfundible sonido de los cascos de los caballos trotando por el sendero. También un relincho aislado y una voz masculina alentando a los equinos a continuar. El rostro de Blancanieves se iluminó. ¡Al fin! ¡Podría pedir ayuda!
Sin pensarlo dos veces, salió de nuevo al camino, donde sus níveos pies descalzos se hundieron en el barro que había causado la lluvia. La falda amarilla se pegaba a sus piernas y las graciosas mangas abullonadas de su blusa azul caían ahora inertes sobre sus hombros al estar mojada la tela. Vio que un grupo de jinetes se acercaba, todos ellos cubiertos de ropajes negros y cabalgando sobre caballos negros. Pese a la tétrica imagen, la joven levantó uno de sus brazos a modo de saludo, exhibiendo una brillante sonrisa.
Lo último que vio fue la sanguinolenta dentadura amarillenta del caballo que iba delante, sus grandes narices ensanchadas por al esfuerzo y una mano enguantada que la cogía por el pelo y la elevaba en el aire.
Sigue en… 4# Blancanieves